Época: Era de Alejandro
Inicio: Año 359 A. C.
Fin: Año 336 D.C.

Antecedente:
La era de Alejandro
Siguientes:
La tumba de Filipo en Vergina

(C) Miguel Angel Elvira



Comentario

Filipo II, decidido a intervenir en Grecia, sintió desde muy pronto la necesidad de ahondar en esta política helenizadora. Atrajo a Aristóteles para que, desde el 342 a. C., se ocupase de la educación de su hijo Alejandro, que entonces tenía catorce años de edad; y no contento con albergar al historiador Teopompo (quien escribiría una historia de su reinado, Historia Filípica, desgraciadamente perdida), utilizó los servicios del orador Pitón de Bizancio, discípulo de Isócrates, y aceptó los servicios de personajes como Nearco y Eumenes de Cardia, destinados a ganar fama en las campañas de su hijo.
También en el campo de las artes hizo lo posible Filipo por dar de sí una imagen helénica, sobre todo a raíz de su victoria definitiva sobre atenienses y tebanos en Queronea (338 a. C.). Quien ya era indiscutible señor de los destinos de Grecia veía sin duda -como Roma más tarde- que la helenización era no sólo el paso necesario hacia un nivel cultural superior, sino además una herramienta política para eliminar resquemores.

Planteábase, pese a todo, a la hora de llevar a cabo este proyecto, un problema de gran importancia. Cuando se quisiesen decorar palacios o templos, cabría, desde luego, comprar sin más cualquier pieza griega, pero ¿cómo elaborar la imagen del rey -algo prácticamente desconocido en la Grecia clásica-, cómo crear la iconografía regia destinada a imponerse a los súbditos?

Abríanse varias posibilidades, desde luego. El monarca macedónico -una institución de carácter muy arcaico, con ribetes homéricos incluso- no parecía asimilable al monarca persa, sentado en su trono y con su largo cetro en la mano, pero sí tenía dos facetas netamente diferenciadas: era, en primer lugar, un líder guerrero, victorioso en los combates y brillante cazador, y, a la vez, era un héroe, un semidiós, descendiente de Heracles y partícipe de su sobrehumana naturaleza. Incluso es posible que se le pasase por las mientes a Filipo, en algún momento, su propia divinización, pero nunca se atrevió a exponerla a las claras. Ante tal mezcla de categorías, podían plantearse diversos tipos separados -rey-guerrero, rey-héroe, rey-cazador-, o intentar fundirlo todo en una mezcla de matices inextricable, capaz de introducir en la propaganda regia todo tipo de asociaciones inconscientes.

En realidad, Filipo II, y después de él Alejandro Magno, aceptarán diversas variantes. Filipo, en particular, debió de plantearse, tras la batalla de Queronea, el encargo de retratos suyos que difundiesen su efigie de vencedor mítico. Sabemos, en efecto, que Eufránor, el escultor, pintor y tratadista de la escuela ática, representó a Filipo y a Alejandro en cuadrigas. Se ha pensado, creemos que con razón, en monumentos levantados como recuerdos de la gran batalla que el príncipe Alejandro, de dieciocho años de edad, decidió con una carga de su caballería, y se ha sugerido que el llamado Alejandro Rondanini, conservado en Munich, sería el resto de la copia de uno de estos grupos: así aparecería el macedón subiendo en un carro, desnudo como un héroe.

También por entonces, al parecer, recibió Leócares un encargo de gran entidad: el de tallar, para la thólos que en su propio honor ordenó ejecutar Filipo en Olimpia -thólos en la que ya la columnata exterior es jónica, y que cierra el ciclo de las bellas thóloi del siglo IV- una serie de estatuas en oro y marfil. Eran retratos de los miembros de la familia real macedónica, Filipo y Alejandro incluidos, aunque ignoramos en qué postura y con qué vestimentas aparecían.

Leócares tenía a su favor, como sabemos, el haber trabajado en esa gran creación de espíritu monárquico que fue el Mausoleo: había visto elaborar cacerías regias, había sentido con sus propios ojos la evocación dinástica de las series de retratos familiares (algo todavía poco desarrollado en Grecia), y sabía que, uniendo todos estos recursos iconográficos y superponiéndolos a los temas con que la tradición griega adornaba cualquier tumba o monumento conmemorativo (Amazonomaquias y otras luchas míticas, animales apotropaicos, etc.), podía conseguirse un efecto tan complejo como deslumbrante. Sus recuerdos, transmitidos a los artistas de la corte macedónica, servirían sin duda como fuente inagotable de inspiración.